Bien sé que tu me hechas de menos,
que en extrañas horas
al ver el teléfono y
preguntar si se ha descompuesto,
quisieras que gritara
del fondo de sus entrañas:
sueno, sueno, es el amor quién llama.
Con los pies fríos y
sobre ti la cobija completa,
llega a tu pensamiento
mi nombre, mi calor, mi presencia
que irritan, pero también consuelan;
y callas las lágrimas,
amordazas la tristeza
y te dices fuerte, amor,
con los extractos de orgullo
que se concentran en tu cabeza.
Héchame a mí la culpa,
di que ún día desperte y
me dije que ya no te quería;
o que fuiste desintegrada
por la acidez del alcohol
que anoche corrió por mis venas,
o del llanto por el que fingí
sinucitis a mis colegas,
sólo para que no juzgaran,
para que no supieran
que me dificultad para respirar
se la debo no más a tu ausencia.
Olvìdame esta noche
para calmar esa extraña sensación
que niegas cuando sientes
que tus ojos te reclaman
y tus labios te reclaman
y tus poros te reclama
ya porque me dejaste
ya porque no vienes de vuelta.
Pon a remojar tus sueños
y deja que se apesten,
saca de abajo de mi cama
el perro muerto que
ha dejado el fetido
aroma de pasiones propias y
quizás ajenas.
Dile a aquello que pulula
en tu vientre que fue mi culpa
y héchalo a la calle
en cuánto te pregunte por mi.
Arranca de tu pecho
el pedazo de vicera que
hace tiempo dejo de servir,
y lanza al cielo tus maldiciones,
dile a la luna que soy culpable
que la estrellas me envenen
al observarlas tristemente
y me condenen por haber
dejado que te fueras.
Convence a el mundo que construimos
de que soy tu verdugo,
di que fue por mi que hoy
no hay luz en nuestro camino,
di que soy el verdugo;
de tu desición, héchame la culpa a mí.
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